LA LÍNEA RECTA

La línea recta, José Mª de Orbe (2006)

LA MIRADA SOBRE EL ASFALTO

Es necesario acercarse a La línea recta con los ojos especialmente bien abiertos. Muestra más de lo que esconde, pero hay que estar atentos. Olviden todo lo que hayan visto y no esperen que ocurra nada. Limítense a observar.

José María de Orbe plantea nuevos argumentos para el debate histórico sobre los modos de representación del realismo. Nos regala una película sin artificios, arrancada de un punto indefinido que separa la ficción de su referente. Muestra el mundo sin cobardía ni vergüenza; dejando que el tiempo avance sin cadencia aparente.

Noelia reparte publicidad de buzón en buzón, enseñándonos a su paso la periferia de una gran ciudad que podría ser cualquiera. A diferencia de otras películas españolas de éxito, que se escudan en la temática social-marginal para dejar al espectador sin reproche que hacer; La línea recta se olvida por completo de los modelos de narración clásicos para dejar terreno a los sentidos.

Sencillamente no se aferra al contenido, aunque la elección de la biografía de los personajes sea de todo menos arbitraria. Para borrar las huellas que separan cine de vida, desprecia todo artificio: nada de música, nada de causa-efecto, nada de actores conocidos, nada de conflicto o evolución. No hay ninguna respuesta, tal vez sólo preguntas.

Para ello, de Orbe ha deshecho la técnica de los actores (en el caso de la protagonista, Aina Calpe, los vicios a borrar eran pocos, ya que su experiencia como actriz es muy escasa); ha permitido al azar mezclarse en la imagen usando cámaras ocultas en la calle (a veces, ni Calpe sabía donde estaban); ha dado tiempo a la acción mostrando todo gesto y detalle, pero parándola antes de que el espectador se haga omnisciente. Destacar además los diálogos, redactados mano a mano con Daniel Villamediana, que son, por definición convencional, casi anticinematográficos. No anticipan ni revelan, hablan en presente, como el resto de elementos de la película.

Esboza de este modo un retrato del vacío existencial de los barrios dormitorio; enmarcando el espejo al que nunca miramos, porque no apetece, cansa o duele. Engrandece a personajes pequeños, casi invisibles, que habitan una ciudad muerta pero que crece imparable, arrastrando a su paso tal vez demasiadas cosas. Y lo hace desde un estilo propio, que se anuncia desde el sello Fresdeval Films, que ya produjera Las horas del día, de Jaime Rosales; en el que prima la voluntad de hacer cine y nada más.

Noelia es un prototipo, un compendio de personas reales que avanzan pasivas, casi por inercia. Esta es la verdad que José María de Orbe quería mostrar en su primera película: la ausencia de metas en la brecha de una sociedad que aliena al individuo, arrojándolo sobre una ciudad cargada de asfalto; despojándolo de propósitos, ilusiones o aspiraciones vitales.

No seguir el ritmo frenético y absorbente de un círculo vicioso delimitado de antemano por fuerzas dispersas entre el anonimato nos sumerge en la apatía. Noelia se debate entre la supervivencia y el desánimo; dicotomía que no la deja en peor situación que al resto de personajes, empeñados en dotar de sentido a sus vidas.

Forma y contenido se retroalimentan: este vínculo encuentra buena expresión en los diálogos que Noelia, o más bien Aina Calpe reciclada en buzoneadora, mantiene con las voces que brotan de los porteros automáticos y que, gracias a la naturalidad que invade al que no sabe que una cámara lo registra, reflejan la realidad de un modo inigualable.

La película avanza con todo su bagaje siguiendo esa línea recta que no se para pero tampoco varía su recorrido. Siguiendo sus pasos, nos sumerge con ella en un hastío paciente. Consigue sus objetivos, deja algo dentro del que se acerca a ella, algo que puede tornarse cruel o dulce.

El resultado es imperfecto, lo que da dignidad y honestidad a la película, ya que el mundo real no sigue un guión, es también imperfecto y no halla consuelo en ficciones amables.

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